Crusoe llamó “Viernes” al que sería su buen compañero en la novela. En mi caso le he llamado “Lembë” (embajador). No lo he salvado de nada pero desde el primer día me sigue a todas partes cuando estoy en casa. Por la noche, el suelo de la casa, también de madera le delata, y sus brincos responden seguro a algún ratoncillo. Es un gato común menudillo, blanco y pardo, de ojos grises. Un compañero inesperado. Es vivo y muy rápido. Cuando me mira, da la impresión que él también comprende un poco de qué va todo esto. Quienes saben de misión, conocen que los gatos son eficaces detectores de serpientes y otros vecinos no invitados, tampoco bien recibidos y menos de improviso. Su comportamiento avisa y delata este tipo de presencias no muy agradables. Aquí las hay, verdes y amarillas, grandes y pequeñas…
El sábado, aprovechando tregua de tormentas, me fui con Pancrace, hasta el rio Lobaye que casi traza frontera con Brazzaville, escasos unos tres kilómetros de casa. El sendero bulle de vida. Mamás con enormes cestos de ropa sobre la cabeza y rodeadas también de niños; chicos con cabrillas y pollos al hombro; pandillas de adolescentes y jóvenes con sus machetes. A algunos los encontramos limpiando el camino. Los viandantes más numerosos son aquellos que portan el “kako”, una estructura de mimbre que llevan a la espalda amparada por cabeza y hombros. Rodrigo es uno de ellos con el que hago trecho. Me cuenta que van al bosque, del otro lado del río, en busca del preciado botín tras las lluvias. Estará una semana fuera de su casa. Me dice cómo los venden y le da tiempo también para instruirme acerca de unas ruinas coloniales, ya en la rivera del Lobaye. Inmersas en maleza, apenas se distinguen muros y ventanas de casas, pertenecientes un día a la sociedad de explotación a la que se le confiaron estas tierras para el cultivo del café y la explotación del caucho. Tras irse los franceses, la población ¡lo destruyó todo!. Prefirieron arañar los ladrillos, maderas y tejas de la superficie de su tierra, a vivir en ellas. Esto ya dice mucho al respecto. Sólo queda en pie un oxidado e inservible, enorme depósito de agua perteneciente a la extinta hacienda, como único testimonio de un pasado lacerante y aún demasiado presente en sus vidas.
Ya en el embarcadero, lavanderas y discípulos de Caronte con sus piraguas de una sola pieza de árbol. Cobran a la gente la voluntad y en especie, por realizar el tránsito fluvial tan deseado. Hablo con ellos. Regresamos tras una mañana de relación con la población. Pancrace está feliz de haber aprendido a manejar la experimentada brújula que Juan me confió en Madrid la misma mañana de salir para aquí. Ya por la tarde ojeo un viejo ejemplar del “Kozo Mbouki” (AT), que he encontrado. Mi inclinación me lleva hasta “nguia ti Nzapa si a yeke mou na ala ngangou”! de Neh 8,10b.
Un enjambre de niños se combinan, además de una áspera estructura más o menos esférica envuelta y enredada de todo a modo de balón; un variado y vital griterío, ajeno a preocupación alguna. La vida para ellos es simplemente algo más sencillo… Yo hoy también he recordado mi ser niño, cuando tras la misa, guardé la ropa y zapatos de domingo hasta su nueva hebdomadaria cita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario