viernes, 22 de septiembre de 2023

AWALI

Las ves por los caminos colgadas de niños. A la cabeza, un generoso barreño lleno de ropa para lavar o de bananas, coco, mandioca, cualquier otra hortaliza o fruto del lugar para vender. Durante unos meses los llevaron en su seno y ahora los llevan unos sueltos, otros de la mano y otros aferrados a sus espaldas. Muchas, seguro, conjugan esta estampa además, con los que vienen pidiendo paso de nuevo en sus vientres.

También es cierto que cuando te acercas a las casas en los kodoros, las mujeres (awali), suelen salir a agradecer el paso y la pausa. Las sueles encontrar lavando, moliendo, preparando el fuego, atendiendo la marmita, tejiendo una banasta o una esterilla. Rodeadas siempre de un collar de niños, alguno de ellos dormido o absorto mientras lactan a sus agotados pechos.

Destacan estas presencias con otras, marcadas por la aparente vida social, la toma de decisiones colectivas, el deporte, los juegos. A la puerta de sus casas siempre hay una cuidada silla de madera, que si no está ocupada por quien debe, estará vacía como señal de una propiedad, incluso en su ausencia.

Sí, aquí ser hombre o mujer es muy diferente. Todavía no he visto niñas jugando.  Por lo general recluidas en el ámbito doméstico quizá jueguen a ser como mamá, como si fuera un rol condenado a perpetuarse en sus futuros inciertos. Inciertos porque estas vidas en miniatura, de unos y de otras, no son consideradas hasta que primero sobrevivan y después quizá puedan tener la suerte de ir a la escuela con cinco años. Mientras tanto, son “algo más que hay en casa”. Pero los unos tendrán más suerte que las otras, si se puede llamar suerte a una vida falta de expectativas. 

Ellas son invisibles, pero fundamentales. Es verdad que veneradas cuando son madres y sólo por lo general por sus hijos. ¿Quién no lo ha hecho con su madre? Aquí el lenguaje difiere del nuestro. Las oportunidades, la visibilización, la vida, la importancia social, la educación y tantas otras realidades, aquí son de género masculino. A pesar de ser una mayoría, lo son pero latente, porque la patencia es masculina. El testimonio de fraterna igualdad que manifestamos misioneros y misioneras contrasta con una sociedad  marcadamente creada, organizada para y por los hombres. Las desigualdades de género son evidentes. Tan sólo los Aka, protagonistas de nuestra anterior entrada, destacan sobre esta descripción y reflexión de hoy, en tanto que son una sociedad matriarcal. He escrito adrede femenina y no matriarcal, donde la dignidad te la otorga la condición de madre, efecto de una impronta silente de género, más que de personas. En definitiva acabamos hablando de lo mismo  pero de otro modo. 

La común dignidad compartida entre la diversidad de géneros de la que nos habla la fe, el valor de persona recuperado en nuestras sociedades modernas, ambas realidades aquí son metas a alcanzar. Contamos con dos impedimentos en estas coordenadas. Por un lado, la ancestralidad de su idiosincrasia. Por otro, el olvido confidente de un mundo que centra sus esfuerzos sólo en lo económico. Ambas se han aliado para lograr la fórmula injusta, consentida y promovida de la invisibilidad de la mujer como mujer. Me viene a la memoria aquella fiesta tradicional que viví en Angola hace unos años (Fiko), en la que cientos de niñas adornadas con vistosos tejidos, aderezos y peinados celebraban con tristeza su paso de niña a mujer (como la canción). Sus rostros lo decían todo al uncirse a colaborar con un modelo social desigual, aún pervivo en África. Tristes por lo que se les venía encima (perdón por la expresión), algo que no comprendían y a lo que se tendrían que entregar de por vida. Aquellas se confiaron en un efímero instante a la vistosidad de sus trajes para después aprender, como aquí a ser invisibles. Súper heroínas no de cómic,  si no de la dura existencia. Su traje fantástico es simplemente su piel y ésta de mujer. 

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