Me dicen es el anciano del poblado y que es un sabio. La experiencia acumulada en su vida es admirada por todos y por todos recurrida en algún momento como fuente de consejo. Me está esperando y nos sentamos en uno de los laterales de la gran explanada en la que ahora juegan al futbol pero donde, me dice él, estuvo antes la escuela parroquial. Un hombre menudado por los vaivenes de su historia y que le han impreso en su curtida piel señales, para que recuerde y no olvide. Diría que su vida está escrita en su piel, ahora matizada por la edad a modo de paño húmedo.
Se llama Komet y ha sido casi todo en la vida de la Societé. Empezó como obrero, después como conductor de camión y más tarde como chofer particular del director de la misma. Sus ojos se abren con apasionamiento cuando me habla de los ricos cultivos que aquí se daban, sobre todo del café y del caucho. Finalmente madera. El grupo incorpora en torno nuestro a hombres, jóvenes y niños, todos expectantes.
La redondez de sus ojos torna cuando pasa a contarme, lo que siempre me he figurado a este respecto, el maltrato recibido por la empresa a él y a todos los que a ella dedicaban su vida y su trabajo. Unos salarios ya entonces irrisorios, insultantes para quienes tenían con ello que mantener familias numerosas. Un trato personal ofensivo y en tono humillante que les imperaba por doquier quién era el amo y quien el siervo.
Digamos que en estos lances y tratos unos perdieron la autoridad y a los otros les usurparon la dignidad. Escuchándole pienso en mi interior acerca de la leyenda negra hispánica…. ¿Cómo sería la leyenda colonial africana si la tuviéramos que escribir? Una brizna de ira se dibuja incluso en su afable rostro cuando llega al final de la historia. “Tras la huida de esta sociedad, los paisanos quemaron las plantaciones y arrasaron con todo vestigio de ello, edificios, instalaciones, etc,”. Me va enumerando, con fotográfico detalle, todo lo que se echó a perder: árboles, depósitos, casas, talleres, maquinaria, teléfono,… todo venido a la nada por la ira como respuesta a una desconsideración de personas vendidas a la avaricia, que aún pervive, me cuenta, en las explotaciones forestales de árabes sobre todo.
¿Dónde estaba el sueño del que le hacía partícipe su padre, cuando le hablaba de los misioneros, el P. Lejeune y el P. Kandel, cuando llegaron hasta aquí cargados de ilusión para acompañar en el desarrollo a estas gentes, sus tierras y cultura?. Tras escucharle me felicita por haber venido, él sabe un poco cómo es el mundo más allá de estas fronteras y venir, me dice, es tenernos en cuenta. Me advierte que encontraré a gente de su pueblo, mayoritariamente de la etnia de los Bofis aunque también los hay Gbaka, Mbati, Gbaya, que quizá no se consideren a si mismos tanto como yo lo hago, como misionero. Le hablo de mis lecturas al respecto de la SAFA y SCAD. Fechas, filosofía de las sociedades coloniales… me corresponde con su atención y asentimiento silente de cabeza. Al final me estrecha emocionado, en un abrazo. Sus ojillos le delatan. “Nadie, tampoco de los suyos me dice, se ha interesado en saber lo que yo le he participado en un momento, y es la historia de este pedazo de mundo”. Una tarde de diálogo, en la que con humor me despide diciendo que para ser Bwa, he escuchado demasiado y hablado más bien poco… No es lo normal en su gremio, apostilla.
Mis pasos me conducen a la capilla de las hermanas para la oración de vísperas a la que hoy acudo lleno de vidas e historia, abusos, avaricias, iras y firmemente convencido del mutuo valor terapéutico de la cercanía y la escucha.