El viaje en condiciones normales, venir de Bangui a M’bata, suele durar de dos horas y media a tres. El trayecto de 121 kilómetros no está para muchos trotes, (paradojas de las expresiones), aunque hemos venido esquivando baches y circunvalando charcos, amén de evitar motos o peatones, que por cierto en esta ocasión han proliferado como no conocía aún yo. En esta ocasión he invertido en el trayecto cinco horas, conduciendo con tiento y cariño para evitar que mis dos pequeños ocupantes, Victorine y Manasés se resintieran del bamboleo. Mecidos al ritmo han venido buena parte del viaje durmiendo sobre sus mamás. Siempre este viaje se hace de un tirón, pero lo extraordinario de esta ocasión, hizo que al llegar a Pissa, eligiera una frondosa sombra de un gran árbol, para detenernos, descansar un poquito y…. hacer picnic.
Dos baguettes compradas en un súper europeo conocido de la capital, fueron las que con unas láminas de queso y de jamón cocido se convirtieron en bocatas. Las mamás pusieron el postre con unas bananitas pequeñas pero realmente sabrosas. Ambos peques han sido operados de malformaciones óseas en las piernas y han estado un tiempo de recuperación en el Centro de Rehabilitación para enfermedades físicas y motrices. Sus piernecillas escayoladas delatan sus intervenciones para corregir sus pies zambos que heredaron al nacer, por si les parecía escasa la heredad de una vida difícil en estas latitudes. Sus permanentes sonrisas de ahora vaticinan su felicidad, aún en férula, pero pronto podrán correr, saltar y jugar con el resto de sus amigos a los que hasta ahora veían postrados desde sus esterillas acariciando con cierta envidia la alegría de sus cuadrillas.
Una anomalía congénita que en occidente es detectada ya el los diagnósticos prenatales y tratada desde el mismo momento del nacimiento para irla corrigiendo y facilitar con ello su cirugía infantil. Aquí descubres que hay jóvenes y mayores que caminan con los tobillos porque no tuvieron la suerte de estos dos pequeños de nuestra historia. Ellos, pobres, se han tenido que sentir privilegiados en el Centro porque allí han convivido con otros niños que ya tienen muletas como compañeras de viaje en sus recién estrenadas vidas, porque un accidente fatal les sesgó un pie o una mina o una simple infección les llevó una pierna (incluso las dos). Testigo de este panorama he sido yo estos días que me he acercado a este mundo en el que he visto mucha pena en medios pero mucho cariño en la atención prestada por sor Martina y sus hermanas franciscanas. No en vano a nadie, mayores y pequeños, con o sin articulaciones, les ha faltado un gesto con el que devolver a sus rostros la sonrisa de una vida que es posible aún, a pesar de todo.
En principio, dentro de dos meses habremos de ir de nuevo a retirar escayolas y descubrir esas piernecillas llenas de ganas por correr, saltar, subirse a los árboles, estar en el río, darle al balón o correr simplemente detrás y a la par del coche del padre cuando llega a su poblado, con el deseo de ser invitado a montar y recorrer apenas unos metros hasta llegar a la capilla. En definitiva volver a ser niños, algo que les fue arrebatado por la propia naturaleza en espera de humanidad y que ahora atisban como realidad a acariciar gracias a tantas personas que con muy pocos medios se empeñan en devolver a los niños, lo que les pertenece por el mero hecho de serlo: la sonrisa.
Día agotador del viaje, pero reconfortados por estas iniciativas sanitarias, esta Iglesia comprometida con lo saludable y estas gentes, pequeños las más de las veces, que apenas se oye su lamento, sólo vislumbrable en sus dolidas miradas que trasladan preguntas a quienes las sepan leer, que no responder, puesto que no hay respuesta posible si al menos no es con otra pregunta: ¿Qué puedo hacer?
Suerte para los pequeños y sus mamás.
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