Han sido días difíciles. Me comunicaron el ictus sufrido por D. Juan María y su grave estado que hacía presagiar en breve su partida la Padre. Faltan unos días para el aniversario de mi padre y, no sé el porqué, pero he tenido una corazonada.
Esta situación viene antecedida por la muerte también hace unos días de D. José Iglesias a quien me unía una entrañable amistad gestada durante mis años en la capital, años que coincidieron con su jubilación. Su exquisito trato fue disfrutado por muchos en la parroquia, ya que era de los confesores habituales, junto con sus compañeros de la casa sacerdotal, Miguel, Casimiro….. a quienes Parra embarcaba primero en su coche y con el paso de los años, en el bus. Mi madre decía era un santo y las confesiones con él le edificaban mucho. Henar no era de muchos halagos en vano. Cuando me despedí de él, antes de venirme de misión, él ya me indicó, que nos volveríamos a ver en el cielo. Tenía un hondo pesar conmigo, que no confieso aquí porque quizá pudiera ser interpretado como vanidad por mi parte. Siempre me tomé tal deseo de su parte con mucho humor. “Mi vocación ya está realizándose, D. José, no necesito nada más”, le respondía yo entre sinceras sonrisas. Le dediqué unas letras escritas en una carta, que custodiaba como un tesoro.
El caso es que apenas unos días después, también en la década nonagenaria, seguro, comienza su partida de entre nosotros D. Juan María. Hombre creyente profundo, inteligente, exigente y lleno de ternura. Tuve la suerte de tenerlo como obispo en una de esas carambolas que determinan el ser y el hacer de la Iglesia en el mundo. Un gran don el que de él recibiera el orden sacerdotal. Sus palabras finales en aquél 16 de setiembre de 1995, hoy se ven cumplidas. Flanqueado por Teo y por mí y envueltos en un gran abrazo, dijo a la asamblea: “Con estos dos….. ¡al fin del mundo!”. Así ha sido. Uno “al este” de la diócesis y el otro en el “corazón de áfrica”, ambos con los pobres en dos rincones del mundo donde las pobrezas tiene esos múltiples rostros. A la par, con esa finura comunicativa que le caracterizaba , se hacía eco de un slogan comercial entonces muy en boga. Años en los que vivimos en la diócesis una primavera eclesial que nos despertó a todos e hizo salir del consuetudinario discurrir. Años en los que viví su paternidad y en los que mi personalidad sacerdotal se forjó con esa mixtura de crítica, sentido común, amor, libertad y siempre una incuestionable fidelidad. En más de una ocasión, en esas entrevistas reconstituyentes del todo, me decía que valoraba grandemente estos encuentros conmigo. Una amistad que hemos cuidado después de su marcha de Zamora. Distintas cartas y entrevistas en diversas ocasiones, han mantenido vivo el rescoldo del vínculo. El colofón fue apenas hará dentro de unos meses el año, la carta que me dedicó ante mi partida a la misión. Preciosa, precisa, teológica, pastoral y personal…. Lo tiene todo y ese todo está transido de una historia singular.
Mi pálpito se ha cumplido y el mismo día del aniversario de papá, D. Juan María nos ha dejado. Dos padres, para mí, unidos por una misma fecha. ¿Otro guiño del cielo, otra diosidencia? No sé. Ahora será la ocasión en que comiencen a ponderar su papel discreto pero de caldo en el episcopado español. Destacarán sobremanera que lo mandaron a Zamora casi como un destierro, cuando en verdad fue una bendición. Dirán muchas cosas de su interlocución con los terroristas, pero se olvidarán que tuvo que pagar un alto precio como moneda de cambio de la salida de Setién de San Sebastián. Dejar una vida iniciada entre nosotros de un despertar a Dios, de una vida de iglesia participada y animada, donde el horizonte y la meta estuvieron más nítidos que nunca, para afrontar no pocas dificultades, incomprensiones intencionadas y sospechas infundadas.
D. Juan María, acabó de escribir el viernes su último libro, seguro con la convicción de que terminaba de veras, según me han manifestado personas cercanas a él. Cerrar un libro ha sido para él cerrar ese ofrecimiento reflexivo que siempre nos ha hecho con lucidez extraordinaria, pero ha sido también el signo de una oblación confiada y definitiva, total de su ser como discípulo y pastor. De aquellos tiempos entre nosotros en Zamora, recordaremos que pudimos tocar un poco más de cerca el cielo, cielo que seguro el bueno de D. José y por su parte D. Juan María, habrán alcanzado porque ambos, cada uno a su modo, han vivido y compartido una experiencia de vida que va más allá de la existencia.
Como dicen aquí, “D. José nzoni bwa nga D. Juan María nzoni mingui kota bwa, na nduzu ti Nzapa ngu na ngu, lakwe lawe!
D. José buen sacerdote y D. Juan María muy buen obispo, en el cielo para toda la eternidad.
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